De lo que me vine a enterar

Érase una vez un niño que quería ser camarero. Quería atender a la gente en las mesas, cuando se toma uno algo al caer la tarde en verano. Poner una Fanta, una caña, y a lo mejor unas bravas. Llevar un pantalón negro y una camisa blanca.

Eso es lo que pedía el niño a la vida.

Los padres del niño querían que estudiase.

Para tener un futuro, decían.

Así que estaban muy contentos cada vez que la maestra le daba sus notas, esas de todo notable, y algún sobresaliente. Esas notas que prometían un camarero, ingeniero, maestro o astronauta.

Con las calores de junio me entero que el aprendiz de camarero se va a pasar el verano en pueblitobueno, y su madre me dice que sí... Mirando por la ventana me dicen que van a cerrar la casa. El futuro camarero me ha hablado del cachito de tierra de sus padres, herencia de un tío abuelo humilde, con una chabolita y un huertito donde nacen unas berenjenas que quitan el sentido.


Los fríos de este julio atípico me arropan de noche mientras cotilleo por twitter, y me llega de rebote una noticia con foto. Los padres de mi camarero, por lo que les adeuda su empresa, se van a la calle. Sin casa, debajo de un puente. Y supongo que el camarero con ellos.

Y a ver cómo duermo yo ahora. Y ellos. A ver cómo duermen, para soñar que se es camarero.

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